Que esta Navidad no nos sienten en la mesa… para servir

Por: Sandra Moreno

Se acercan las cenas familiares y, como cada año, el ritual se repite con una precisión casi litúrgica. Antes de que se enciendan las luces o se sirva el primer plato, ya ha habido mujeres que han ido al mercado, que han pensado el menú, que han hecho cuentas, que han preguntado quién viene, quién no come carne, quién es alérgico, quién se sienta con quién. Mujeres que han limpiado, organizado, coordinado, previsto. Mujeres que, cuando por fin se sientan a la mesa, rara vez descansan.

No es casualidad. No es “porque se les da mejor”. No es una cuestión de gusto ni de vocación doméstica. Es una carga mental invisible e insufrible que sigue cayendo, casi en exclusiva, sobre ellas. Pensar en todas las personas, en todos los detalles, en todo lo que falta y en lo que puede salir mal. Ser la memoria, la agenda, la logística y el soporte emocional de la familia. Y hacerlo, además, sin reconocimiento.

En muchas casas, mientras los hombres conversan, descansan o “echan una mano” de vez en cuando, las mujeres se levantan una y otra vez: para traer más pan, para vigilar el horno, para atender a la infancia, para recoger platos, para preparar el postre. Sirven y se sirven las últimas. Y cuando por fin se sientan, alguien pregunta si queda café.

La palabra es incómoda, pero precisa: servidumbre. No porque haya mala intención individual, sino porque el sistema sigue esperando que las mujeres estén disponibles, atentas, cuidadoras. Como si su presencia en la mesa fuera condicional: pueden estar, siempre que antes hayan cumplido.

Estas fechas, tan cargadas de simbolismo familiar, son también un espejo de las desigualdades más normalizadas. Ahí se ve quién organiza y quién espera ser organizado. Quién pregunta “¿qué hay que hacer?” y quién ya lo está haciendo desde hace semanas. Quién disfruta del encuentro y quién trabaja para que exista.

No se trata de arruinar las celebraciones ni de convertir la cena en una asamblea permanente. Se trata de algo mucho más sencillo y, a la vez, más revolucionario: repartir de verdad. No “ayudar”, sino asumir responsabilidades completas. Pensar el menú, hacer la compra, limpiar antes y después, cuidar a niñas y niños, coordinar horarios. Todo. Desde el principio hasta el final.

Porque la carga mental no se ve, pero pesa. Pesa en el cansancio acumulado, en el enfado silencioso, en la sensación de no llegar nunca. Pesa en que muchas mujeres no disfrutan de las fiestas porque siguen trabajando mientras los demás celebran.

Quizá este año podríamos empezar por una pregunta incómoda pero necesaria: ¿quién ha hecho posible esta cena? Y, a partir de ahí, cambiar el guion. Que las mujeres no sean las camareras emocionales de la familia. Que no se las dé por sentadas. Que no se espere de ellas que sirvan mientras otros brindan.

Sentarse a la mesa debería ser un derecho compartido, no un premio tras haber servido a todos. Y celebrar, también, pasa por dejar de tratar a las mujeres como sirvientas con delantal invisible.

Tal vez entonces, por fin, la cena sepa un poco mejor a todas.

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