Cuando la ‘corona feminista de miss’ es una trampa

 

Por Sandra Moreno Quintanilla

La coronación de la nueva Miss Universo mexicana, Fátima Bosch, ha llegado envuelta en un fenómeno curioso: titulares que hablan de su “apoyo feminista”, discursos que la presentan como símbolo de empoderamiento y una ola de celebraciones que buscan convertir el triunfo en un gesto de reivindicación colectiva. Y, sin embargo, algo no termina de encajar. ¿Desde cuándo un certamen que evalúa cuerpos, gestos y sonrisas bajo criterios dictados por el mercado y por la mirada masculina puede presentarse como territorio de liberación?

Que la ganadora haya sido vilipendiada por un hombre —y que en ese contexto muchas mujeres la hayan arropado— es comprensible. Las agresiones misóginas siguen funcionando como recordatorio de que cualquier mujer, incluso la más celebrada, puede ser objeto de desprecio público por parte de quienes se sienten autorizados a juzgar su valor. La solidaridad ante esa violencia sí es profundamente feminista. Pero otra cosa muy distinta es convertir ese gesto en una justificación del propio certamen.

Durante generaciones se nos enseñó que la feminidad es una cartografía obligatoria: ser delgadas, suaves, hermosas según un canon estrecho; caminar sin ocupar espacio; sonreír aunque duela; ser vistas pero no escuchadas. El patriarcado ha construido una maquinaria estética que no es inocente: es un dispositivo de selección, de control y de exclusión. Los concursos de belleza son, históricamente, uno de sus engranajes más eficaces.

Por eso resulta desconcertante que, en pleno siglo XXI, estos formatos se intenten revestir de “empoderamiento”. El marketing sabe adaptarse: cuando una idea se vuelve insostenible, se maquilla con palabras nuevas. Y pocas palabras tienen hoy mejor reputación mediática que feminismo aunque en unas zonas del mundo más que en otras, obviamente. Basta con añadirla para convertir un producto desigual en un éxito de relaciones públicas.

El problema no es que una mujer quiera sentirse bella, disfrute arreglarse o encuentre en la estética una forma de expresión. El feminismo nunca ha ido contra los deseos individuales, sino contra las estructuras que los moldean. El punto crítico está en que estos certámenes siguen midiendo el valor de las mujeres en función de su imagen: la altura, la proporción corporal, la juventud, la corrección gestual, la amabilidad obligatoria. Nada de eso ha cambiado, aunque se intente vender como una plataforma “de liderazgo”.

Si la belleza fuera una elección libre, no generaría tanta ansiedad, tantos sacrificios, tanta culpa. No movería industrias multimillonarias que viven de nuestra inseguridad. No exigiría tanto silencio. La belleza como mandato es un proyecto político: uno que nos exige cumplir con un ideal imposible para poder ser consideradas válidas.

Por eso, cuando se intenta presentar un concurso de este tipo como feminista, la confusión no es solo semántica: es ideológica. Implica aceptar que la liberación puede darse dentro de un molde diseñado para contenernos. Implica olvidar que el patriarcado nunca renuncia al control; simplemente aprende a disfrazarlo.

Las mujeres merecemos mucho más que una corona. Merecemos espacios donde nuestro valor no dependa de un cuerpo que otros juzgan, merecemos posibilidades que no estén condicionadas por nuestra apariencia y merecemos dejar de cargar con sonrisas obligatorias. Llamar “feminista” a un certamen que sigue privilegiando la belleza como eje central no solo es un error; es una forma de retroceso simbólico.

La verdadera transformación llegará cuando dejemos de asumir que nuestra dignidad puede medirse en pasarelas.

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