Una herida que no es simétrica
Por: Sandra Moreno Quintanilla
En cada conversación sobre los asesinatos de mujeres a manos de hombres, siempre surge una voz que intenta equilibrar el dolor con una frase conocida: “también matan a hombres”. Y sí, los asesinan. Pero omitir lo que hay detrás de los feminicidios es borrar el sistema que los produce, las razones que los sostienen y las vidas que el patriarcado ha ido cobrando sin mirar atrás.
Los hombres son asesinados, en la mayoría de los casos, por otros hombres, en contextos ligados al crimen organizado, la disputa territorial o la violencia social generalizada. Las mujeres, en cambio, son asesinadas por ser mujeres. Por intentar dejar una relación, por decir “no” , por existir en un cuerpo que el agresor cree suyo. Los feminicidios son el extremo de una cadena de control, de miedo, de dominio. No son accidentes, son advertencias.
Un ejemplo extremo de esta desigualdad ocurrió tras el terremoto que azotó Afganistán en 2025. Las normas del régimen talibán prohiben el contacto físico entre hombres y mujeres que no sean familiares. Como resultado, los equipos de rescate, todos hombres, ignoraron a mujeres atrapadas bajo los escombros o postergaron su atención, mientras rescataban a hombres y niños con prioridad. En aldeas como Bibi Aysha y Andarluckak, muchas mujeres murieron sin recibir ayuda a tiempo, siendo sus vidas consideradas menos valiosas, incluso ante la tragedia. Organizaciones internacionales denunciaron este abandono y lo calificaron como un crimen contra la humanidad. Este episodio es una muestra cruel de cómo, en muchos contextos, la vida de una mujer sigue siendo una asignatura pendiente de justicia y humanidad.
El feminismo no solo denuncia estos crímenes. Lucha, justamente, contra las condiciones que los hacen posibles: la naturalización del poder masculino, la impunidad judicial, la educación que sigue formando a niñas para obedecer y a niños para mandar. Hablar de feminicidios no es despreciar otras violencias; es entender que en el cuerpo de una mujer asesinada se cruzan siglos de subordinación estructural y de impunidad institucional.
Tlaxcala, como buena parte de México, conoce bien esta herida. De ahí han salido historias que reflejan tanto la brutalidad del crimen como la indiferencia de quienes deberían prevenirlo. Pero también ahí surge la resistencia: madres que no se callan, colectivas que exigen justicia, periodistas que nombran cada caso. El feminismo local —el que se teje desde las calles, desde las escuelas, desde las radios comunitarias— mantiene viva la lucha por un país donde una mujer pueda volver a casa sin miedo.
Cuando alguien diga que “también matan a hombres” , valdría la pena responder que sí, pero que el feminismo no busca competir por el dolor. Busca acabar con la raíz de la violencia: esa idea de que la vida de una mujer vale menos. Y mientras esa raíz siga hincada en el suelo de México como en el resto del mundo, seguir hablando, escribiendo y señalando no será una opción: será una obligación moral.
Es urgente que las autoridades y la sociedad asuman la responsabilidad de erradicar esta desigualdad que mata. La justicia y la igualdad deben dejar de ser un deseo para convertirse en una práctica cotidiana. Porque no se trata de ser iguales en sufrimiento, sino de ser iguales en dignidad, derechos y protección.
Este 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, el mensaje cobra aún más fuerza. No se trata solo de contar las muertes ni de comparar dolores, sino de visibilizar y erradicar las raíces estructurales que sostienen los feminicidios y toda violencia de género.
Mientras el patriarcado siga generando desigualdad, justicia y dignidad serán incumplidas. Así, la conmemoración anual del 25N nos obliga a la acción colectiva, a exigir desde gobiernos hasta la sociedad civil un cambio real, para que ninguna mujer más muera invisible, ni anónima, ni sin justicia.
